"El pasado fin de semana se celebró en Cataluña la Diada. A partir de unos sucesos acaecidos en Barcelona en 1714, los catalanes han montado una épica nacional que parece habilitarlos para pedir la independencia, privilegios fiscales, un Estatut beneficioso y cuantas gabelas y ventajas se les ocurran. Todo ello a partir de un diestro manejo de la historia, de forzar la realidad y de llevarla a su terreno. El sitio de 1714 y los fusilamientos ocurridos junto a la iglesia de Santa María del Mar se han convertido en una tropelía inolvidable como en otras autonomías los caudillos vascones se han convertido en indómitos héroes, la revolución irmandiña en una revuelta patriótica nacional y Breogán, Wilfred el Pilós, Castelao o Sabino Arana en mitos legendarios o intelectuales capaces de legitimar cualquier petición: ya sea una autovía, un tren vertiginoso o una gestión aeroportuaria.
Lo curioso del caso es que, si repasamos la historia, en Cáceres tendríamos tantos o más episodios y héroes sobre los que crear una épica cacereña a nuestro antojo, fundamentar una independencia, exigir cualquier cosa y celebrar una Diada, un Aberri Eguna y un Día da Patria sin que nos sonrojáramos.
Aquí hemos tenido caudillos legendarios como Viriato, intelectuales que entendieron y explicaron nuestra ancestral opresión centralista y caciquil como Elviro Berdeguer, fusilamientos en la Plaza Mayor que nada tienen que envidiar a los del Fossar de les Moreres y una Revuelta del Pan de la que no se habla, pero que si la pillan Laporta o Anasagasti se hubieran montado una película tan truculenta que cada 3 de noviembre (ese día de 1892 se sublevaron los pobres cacereños y asaltaron las panaderías) habría que pedirles perdón.
Pero no, en Cáceres somos sensatos, nuestros héroes solo son venerados si triunfan fuera de aquí y, en fin, nos caracteriza una templanza, que no sé si atribuir a la sensatez o a la resignación, con la que es imposible crear identidades nacionales, agravios patrios, hechos diferenciales ni historias propias. El problema es que a los sensatos la historia no los recuerda y a los resignados, los aparta.
En Cáceres, el 17 de octubre de 1823, a las siete de la mañana, bajo una lluvia pertinaz, las tropas de El Empecinado atacaron la ciudad por varios flancos. A las 9'30 tomaban el convento de San Francisco. A las 11'30 entraban por San Blas y por Santiago y a las cuatro de la tarde, desbordaban las barricadas cacereñas de Barrio Nuevo, Peña Redonda, San Antón, Damas y Caleros. Al caer la noche, se sucedieron las violaciones y asesinatos, saqueándose 43 casas e incendiándose 75 edificios. En Peña Redonda fueron fusilados cinco vecinos y en la Plaza Mayor, 36 defensores frente al ayuntamiento.
Tiempo después, se decidió conmemorar esta fecha con un acto solemne cada 17 de octubre, al tiempo que se ordenaba levantar un monumento majestuoso y sencillo en la Plaza Mayor para honrar a los patriotas fusilados. Pero nada de eso se hizo y nos quedamos sin Diada y sin Fossar de les Moreres local.
Conmemorar esta tragedia hubiera sido forzar la historia para llevarla al terreno del cacereñismo exacerbado, pero no es menos cierto que lo mismo se ha hecho en otros territorios con episodios semejantes (que atacantes y fusilados fueran liberales o realistas o cacereños contra cacereños da lo mismo) y nadie deja caer la menor ironía no vaya a ser que.
Si a la resignada y doliente Rosalía de Castro la han convertido en la Rosa Luxemburgo gallega y si una rendición poco decorosa se ha edulcorado para convertir a los 'prudentes' en gudaris heroicos, ¿qué no hubieran hecho los juglares épicos de pacotilla con los menesterosos cacereños que el 3 de noviembre de 1892 asaltaron las panaderías de la ciudad, indignados porque no les llegaba la herencia que el Marqués de Monroy les había legado? Esa Revolución del Pan sería hoy tema de Selectividad en cualquier nacionalidad histórica, simbolizaría la lucha por la independencia frente a la opresión y nos haría llorar abrazados al pendón de San Jorge mientras gritábamos exaltados y transidos que Cáceres es una nación.
Pero no, nada de épica ni de lírica nacional. Somos sensatos, muy sensatos. Tanto que no tenemos ni monumentos, ni nuestras revueltas caen en Selectividad ni sabemos quién demonios era nuestro Sabino Arana provincial, o sea Antonio Elviro Berdeguer. Ante los nacionalismos, fruncimos el ceño desconfiados y movemos la cabeza resignados: sabemos que dan réditos, pero somos demasiado formales (¡bendita formalidad cacereña!) para forzar la historia o meternos en luchas en las que no creemos. A veces, sin amenazar ni presionar, el azar histórico nos regala una audiencia, unas minas con ferrocarril e incluso puede que hasta una capitalidad cultural europea. Pero todo ello ha llegado y llegará sin acritud, sin proclamas nacionales, sin quejarnos de nada. Somos así: tan sensatos, tan formales, ¿tan ingenuos?"
Lo curioso del caso es que, si repasamos la historia, en Cáceres tendríamos tantos o más episodios y héroes sobre los que crear una épica cacereña a nuestro antojo, fundamentar una independencia, exigir cualquier cosa y celebrar una Diada, un Aberri Eguna y un Día da Patria sin que nos sonrojáramos.
Aquí hemos tenido caudillos legendarios como Viriato, intelectuales que entendieron y explicaron nuestra ancestral opresión centralista y caciquil como Elviro Berdeguer, fusilamientos en la Plaza Mayor que nada tienen que envidiar a los del Fossar de les Moreres y una Revuelta del Pan de la que no se habla, pero que si la pillan Laporta o Anasagasti se hubieran montado una película tan truculenta que cada 3 de noviembre (ese día de 1892 se sublevaron los pobres cacereños y asaltaron las panaderías) habría que pedirles perdón.
Pero no, en Cáceres somos sensatos, nuestros héroes solo son venerados si triunfan fuera de aquí y, en fin, nos caracteriza una templanza, que no sé si atribuir a la sensatez o a la resignación, con la que es imposible crear identidades nacionales, agravios patrios, hechos diferenciales ni historias propias. El problema es que a los sensatos la historia no los recuerda y a los resignados, los aparta.
En Cáceres, el 17 de octubre de 1823, a las siete de la mañana, bajo una lluvia pertinaz, las tropas de El Empecinado atacaron la ciudad por varios flancos. A las 9'30 tomaban el convento de San Francisco. A las 11'30 entraban por San Blas y por Santiago y a las cuatro de la tarde, desbordaban las barricadas cacereñas de Barrio Nuevo, Peña Redonda, San Antón, Damas y Caleros. Al caer la noche, se sucedieron las violaciones y asesinatos, saqueándose 43 casas e incendiándose 75 edificios. En Peña Redonda fueron fusilados cinco vecinos y en la Plaza Mayor, 36 defensores frente al ayuntamiento.
Tiempo después, se decidió conmemorar esta fecha con un acto solemne cada 17 de octubre, al tiempo que se ordenaba levantar un monumento majestuoso y sencillo en la Plaza Mayor para honrar a los patriotas fusilados. Pero nada de eso se hizo y nos quedamos sin Diada y sin Fossar de les Moreres local.
Conmemorar esta tragedia hubiera sido forzar la historia para llevarla al terreno del cacereñismo exacerbado, pero no es menos cierto que lo mismo se ha hecho en otros territorios con episodios semejantes (que atacantes y fusilados fueran liberales o realistas o cacereños contra cacereños da lo mismo) y nadie deja caer la menor ironía no vaya a ser que.
Si a la resignada y doliente Rosalía de Castro la han convertido en la Rosa Luxemburgo gallega y si una rendición poco decorosa se ha edulcorado para convertir a los 'prudentes' en gudaris heroicos, ¿qué no hubieran hecho los juglares épicos de pacotilla con los menesterosos cacereños que el 3 de noviembre de 1892 asaltaron las panaderías de la ciudad, indignados porque no les llegaba la herencia que el Marqués de Monroy les había legado? Esa Revolución del Pan sería hoy tema de Selectividad en cualquier nacionalidad histórica, simbolizaría la lucha por la independencia frente a la opresión y nos haría llorar abrazados al pendón de San Jorge mientras gritábamos exaltados y transidos que Cáceres es una nación.
Pero no, nada de épica ni de lírica nacional. Somos sensatos, muy sensatos. Tanto que no tenemos ni monumentos, ni nuestras revueltas caen en Selectividad ni sabemos quién demonios era nuestro Sabino Arana provincial, o sea Antonio Elviro Berdeguer. Ante los nacionalismos, fruncimos el ceño desconfiados y movemos la cabeza resignados: sabemos que dan réditos, pero somos demasiado formales (¡bendita formalidad cacereña!) para forzar la historia o meternos en luchas en las que no creemos. A veces, sin amenazar ni presionar, el azar histórico nos regala una audiencia, unas minas con ferrocarril e incluso puede que hasta una capitalidad cultural europea. Pero todo ello ha llegado y llegará sin acritud, sin proclamas nacionales, sin quejarnos de nada. Somos así: tan sensatos, tan formales, ¿tan ingenuos?"
Aquí os dejo el enlace del periódico por si queréis mirarlo.